19 may 2010

"Amado Amo", de Rosa Montero, ensimismamiento y ruego la palabra
























Me causa una mezcla de pena y regocijo pensar, primero, que dentro de unos cien años alguien abre un libro, y segundo, lo que pensarán esos lectores hipotéticos del futuro acerca de la novela posmoderna.


Sin duda hemos atravesado en los estertores del siglo XX una epidemia de exaltación de la originalidad que nos ha llevado a productos literarios prácticamente ilegibles cuyo valor otorgado por los académicos, curiosamente, ha sido proporcional al grado de ilegibilidad. Menos mal que, a lo largo de este periodo de confusión, alguien se acordó de Cervantes, no como el inaugurador de la esquizofrenia autoral, que lo es, sino como el sabio que dijo que se había de escribir como se habla.


Este precepto de la poética cervantina nunca dejará de parecerme acertado. El problema, quizás, sea que cada vez se habla menos, con lo que, si hacemos caso al venerable manco de Lepanto, no habríamos de escribir para nada, o más bien poco. Esto quizás sea causa de la reciente explosión del género microcuentístico, pero no nos ocuparemos hoy de este tema. Lo que intento plantear hoy, como hipótesis metaensayística, es que el rizo se rizó tanto que ya no queda pelo, o lo que es lo mismo: que el ensimismamiento del autor ha llevado a un producto cultural ininteligible a la vez que el hombre se ha ido ensimismando. Flota en este ambiente neosecular un descontento generalizado, una sensación de estafa que por sus dimensiones se considera apocalíptica, y en tanto que apocalíptica, en ese mismo ambiente parece instituída la convicción de que más vale disfrutar lo poco que nos queda que tratar de solucionar nada si no va a poder ser disfrutado. Se sospecha de un fantasma llamado “sociedad” como culpable de todas nuestras penas sin llegar a tenerse nunca en cuenta que esa sociedad de la que se habla está constituida por el que habla. Llegamos aquí de nuevo al acto de habla. El hombre se ha autoexcluído de una sociedad de hablantes, y por eso no habla, y por eso, si escribe, lo hace mal. El flujo de conciencia, el monólogo interior, las comedias con un solo actor, han sido los grandes éxitos de los últimos tiempos bajo el seudónimo injusto de novela lírica. Vale. Estuvo, puede ser, bien, para darnos cuenta de que estábamos locos; locos o adictos a nuestra conciencia. De pronto el espejo que siempre es el libro, siempre nos devolvía algo de nosotros mismos, porque todos tenemos conciencia. Pero una literatura reducida a conciencia no es más que el resultado de la atrofia del ser. Del ser como ser en sociedad.


Puedo decir que, hoy en día, hablar, es un acto revolucionario. Hablemos antes de que sea demasiado tarde y en el momento menos pensado, cuando ya teníamos lista la palabra, nos salga un descomunal rebuzno. Hablemos entre nosotros, queridos integrantes de la malograda sociedad. ¡Y escuchémonos! Matemos a ese fantasma venciendo el miedo que nos han inyectado en los huesos a fuerza de palabra. Hablemos y hablemos bien, y entonces escribiremos y escribiremos bien.


Dije al principio “Menos mal que, a lo largo de este periodo de confusión, alguien se acordó de Cervantes”, y luego, me enmimismé y di rienda suelta al mensaje sin escucharme a mí mismo, demasiado ocupado en desarrollar la originalidad de mi conciencia. ¡Y es que yo también estoy enfermo! ¡Que alguien me ayude, que me hable, que me confirme compañía de ecos! Por eso, porque yo también estoy loco --pero no vencido-- no me acordé de quién se acordó de Cervantes. Toda esta perorata me la provocó una novela de Rosa Montero, Amado Amo, de 1988. Una novela que se lee como un torpedo y que consigue, aunque con tachas (tampoco es una obra maestra), lo más difícil: penetrar con un estilo sencillo en lo más hondo del alma humana: justo en ese lugar donde residen los miedos de cada uno, esos miedos de una época que nadie comprende, la época de la Estafa Global, la época del atrofiamiento del ser, la época del silencio a gritos de la publicidad, la televisión, el capitalismo inhumano… ¿para qué coño lloró Lorca en Nueva York durante el crack del 29? ¡Dios! La época de no tener tiempo, la época sin tiempo para nada (¿puede existir una época sin tiempo?). La época de los buenos, pero dóciles, de los dóciles, pero buenos. La época en la que “ser” es ser de izquierdas o derechas o ser de movistar o vodaphone o ser del atleti o del barça. La época que sin tiempo no es y en la que no se es. La época que nos ha fumigado la cultura, la filosofía, el arte, de un plumazo. Pero, ¿la próxima generación podrá vivir sin Platón, sin Sócrates, sin el diálogo, sin la sabiduría, sin la belleza, sin la palabra? Es responsabilidad nuestra recomponer los jirones, e igual que cuando el joven, harto de no comprenderse en un mundo que le lleva a la autodestrucción, vuelve siempre al regazo del pueblo, la literatura y el arte ha de volver ahora a Cervantes, a Clarín, a Galdós, al punto iniciático que parte de lo más básico: el habla. Al principio, fue la palabra. Vuelvo, y termino, con el gran Blas de Otero:


EN EL PRINCIPIO

Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.

Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.

Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.

2 may 2010

“UNA PESADILLA DE NOVELA”: CARMEN MARTÍN GAITE, EL CUARTO DE ATRÁS (1978)


Siempre es más fácil destacar los fallos de una novela que elogiar sus logros, quizás porque existen novelas irreprochables y porque el criterio, tanto para el escritor como para el crítico, siempre ha de ser la perfección alcanzada por alguna novela en toda la producción cultural, a lo largo de la historia y en todos los idiomas conocidos.

Si se escribe, en mi opinión, es para superar lo mejor. Si no, no se escribe literatura, sino que se juega con palabras; y esto es distinto. Como decía un profesor que tuve en la Universidad Complutense, hay libros que no son literatura: hay libros a los que no podemos exigir literatura: sería como exigir a un semáforo que nos dé los buenos días. Y estoy de acuerdo. Quizás no haya habido más que dos o tres poetas en toda la historia que merezcan tal nombre, a los que se podrían añadir otros más en reserva que esperan, quizás, a que el avatar de la recepción histórica les dé su lugar. Con los novelistas pasa algo parecido. Creo que no hay que ser un experto para situar o no una novela en el olimpo después de la lectura de las primeras dos o tres páginas. Es suficiente haber leído alguna vez una obra maestra.

La mayoría de los escritores no se toman la literatura en serio, y por eso existen escritores de oficio. Si un hombre pudiera vivir de las ventas de sus obras maestras publicadas consecutivamente sin ir eclipsando la calidad de las anteriores, en un par de años habría tantas como las acumuladas a lo largo de toda la historia. Naturalmente, esto no ocurre, y por eso vemos las librerías llenas de libros con portadas llamativas y en muchos casos, con la foto del escritor de turno que quizás nos suene porque parte de su oficio consiste en acudir a tertulias televisivas y hacerse escuchar en las radios, aunque trate los temas más espurios.


La novela de Martín Gaite no es una obra maestra. Bastan las dos primeras páginas para saberlo. El método descrito anteriormente funciona con esta obra. El primer capítulo comete el error fatal de querer ser lírico sin vocación, o quizás sin inspiración. Martín Gaite creía en la literatura como conversación y la escritora se traiciona a sí misma tratando de hacer verosímil la caída de la personaje en el sueño acudiendo a un imaginario onírico forzado y, además, bastante irrelevante para el resto de la novela: mal comienzo. Pero demos un ejemplo:


“si cierro los ojos –y acabo cerrándolos como último y rutinario recurso–, me visita una antigua aparición inalterable: un desfile de estrellas con cara de payaso que ascienden a tumbos de globo escapado y se ríen con mueca fija, en zigzag, una detrás de otra, como volutas de humo que se hace progresivamente más espeso” (19)


A esta altura del libro –línea 10 de la primera página–, no pude darme cuenta de un logro no literario del libro (sus efectos somníferos) porque estaba precisamente haciendo lo que la personaje no lograba: roncar: a tumba abierta. La redundancia (“antigua aparición inalterable”), el disparate (¿desfile de estrellas? ¿con cara de payaso? pffff), la falta de fluidez, la vuelta de nuevo otra vez repetidamente recuperando una tras otra redundancia, etc, etc, etc, son algunas de las que podríamos denominar “atécnicas” que propician semejante sopor, y que hacen trizas la novela desde el mismo momento de su gestación. Como decía una novia que tuve de adolescente, la parieron a pedos.


A pesar del pecado mortal, puedo decir que considero la novela de Gaite digna de ser designada con la distinción del apelativo literatura. La salva su género.


No me refiero a que la salve el hecho de ser la escritora mujer, no. Me refiero al género literario: la novela. En virtud de sus defectos, la novela causa cierta compasión por parte del crítico, ya que permite la extensión y la libertad. Son características de género, un género imperfecto, pero no obstante género que se define prácticamente en mor de su imperfección. Como novela, El cuarto de atrás se salva de la quema.


Primero, atendamos a la extensión. Borges se refería a la novela de esta manera: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos” (Ficciones, Prólogo 12). Asimismo, Ambrose Bierce se refería en su Diccionario del diablo a la novela como un cuento inflado cuya extensión va borrando progresivamente las páginas leídas de la memoria del lector impidiendo una impresión de conjunto. Este es, precisamente, el defecto que en la novela de Mantín Gaite se convierte en virtud. La extensión del relato nos permite olvidar –una vez despertamos de la siesta inducida– el farragoso cenagal del primer capítulo.


En cierto modo la lectura de una novela es un acto de fe. Hay que creer en ella. En función del nivel de obstinación del creyente, podemos continuar creyendo a lo largo de más o menos páginas. El fundamentalista es capaz de devorar penosamente hasta cuatrocientas páginas soporíferas y seguir creyendo en el milagro. Y éste, cuando llega, si llega, puede resarcirnos de la pena o decepcionarnos de por vida.


Yo me sentí suficientemente gratificado en la página 43. A partir de ahí, la cosa va prometiendo gradualmente, de menos a más, pero trufada, no obstante, de impertinentes interrupciones. La aparición –lenta, dilatada por un tedioso intercambio de nada pero al fin y al cabo y a la postre la aparición del hombre del sombrero negro que quiere ser misteriosa y no lo consigue, y ya sabemos que es un sueño, no hace falta que disimules, Carmen, hubieras logrado el mismo efecto colocándole al personaje una pegatina en la espalda que dijera: “soy el hombre del sombrero negro, ella parece no conocerme pero todo es normal porque todo dios sabe que es un sueño, para más información, sea fan de Poe”. Al final, como digo, la aparición. Y con ella, la acción de nuestras plegarias.


La novela es una conversación que a veces aburre por los titubeos y dislates explícitos en diálogo que bien podría haber eludido a través de la narradora. Lo que antes era aturdimiento se torna ahora ansiedad, porque la autora entra, nos convence, nos engancha, y automáticamente, cuando ya pensamos que la maquinaria está puesta en marcha, interrumpe, se desvía, desespera. Un pequeño logro de la novela, no obstante, es su juego metaliterario posmoderno. Aunque abusa de él, y se excede a la hora de querer escribir una novela que sea:


a. Autobiográfica

b. Rosa

c. Fantástica
d. Histórica (de Franquismo y Posguerra)

e. Novela de formación
f. Feminista

g. Novela de escritor
h. Ensayo

i. Más posmoderna que el papa de la posmodernidad tratando de soslayo incluir hasta la movida madrileña.


Sin embargo, y con todo, y a pesar de que podríamos rebautizar a los cerros de Úbeda como “las páginas 125 a 148 de la novela El cuarto de atrás, de Carmen Martín Gaite en su edición de Siruela, 2009, en las cuales nos contamina la escritora de una nausea de conversación telefónica eterna, injustificable y absurda cuya función en la historia podría haberse conseguido en una sola frase”, a pesar de esto, digo —y con ello se comprobará mi benevolencia como crítico—, la novela puedo seguir considerándola literatura. “Pero, ¡¡por qué!!?”, se preguntará el lector.

Bueno. Porque tiene un buen final. Porque aunque sabes que toda la novela es un sueño, y a pesar de acudir al recurrente tópico de “cuando despertó el dinosaurio seguía allí”, lo hace bien. Casi diría con maestría. Porque Martín Gaite salva la novela, que casi ya hemos olvidado, al final; y lo hace de manera que produce maravilla como los grandes cuentos de la literatura fantástica. Porque la escritora quería escribir una novela fantástica y, simplemente, lo ha conseguido. Quizás, también, porque ya no esperábamos nada de la obra y de pronto nos vemos devorando las últimas páginas con asombro, con estupefacción. Porque sabemos perfectamente lo que va a ocurrir pero la autora nos lo cuela por la espalda, por el cuarto de atrás. Toda la imaginería del tedio aparece de pronto con aura: el chal sobre el sillón, los papeles con la novela escrita bajo el pisapapales de la catedral, el termo con los dos vasos, la ilustración de Lutero, la cajita dorada… todo, de pronto, es mágico –y es bello—al despertar de la pesadilla. Porque cerramos el libro atontados, vencidos por un rival que considerábamos débil, con la típica derrota del campeón confiado. Porque es literatura.


PS: Bueno. Siento destrozar un final bonito pero he de añadir que el efecto de lo fantástico se lo carga imperceptiblemente al fechar la obra al final (“Madrid, noviembre de 1975-abril de 1978”). La autora no puede evitar su prurito de historiadora.