2 may 2010

“UNA PESADILLA DE NOVELA”: CARMEN MARTÍN GAITE, EL CUARTO DE ATRÁS (1978)


Siempre es más fácil destacar los fallos de una novela que elogiar sus logros, quizás porque existen novelas irreprochables y porque el criterio, tanto para el escritor como para el crítico, siempre ha de ser la perfección alcanzada por alguna novela en toda la producción cultural, a lo largo de la historia y en todos los idiomas conocidos.

Si se escribe, en mi opinión, es para superar lo mejor. Si no, no se escribe literatura, sino que se juega con palabras; y esto es distinto. Como decía un profesor que tuve en la Universidad Complutense, hay libros que no son literatura: hay libros a los que no podemos exigir literatura: sería como exigir a un semáforo que nos dé los buenos días. Y estoy de acuerdo. Quizás no haya habido más que dos o tres poetas en toda la historia que merezcan tal nombre, a los que se podrían añadir otros más en reserva que esperan, quizás, a que el avatar de la recepción histórica les dé su lugar. Con los novelistas pasa algo parecido. Creo que no hay que ser un experto para situar o no una novela en el olimpo después de la lectura de las primeras dos o tres páginas. Es suficiente haber leído alguna vez una obra maestra.

La mayoría de los escritores no se toman la literatura en serio, y por eso existen escritores de oficio. Si un hombre pudiera vivir de las ventas de sus obras maestras publicadas consecutivamente sin ir eclipsando la calidad de las anteriores, en un par de años habría tantas como las acumuladas a lo largo de toda la historia. Naturalmente, esto no ocurre, y por eso vemos las librerías llenas de libros con portadas llamativas y en muchos casos, con la foto del escritor de turno que quizás nos suene porque parte de su oficio consiste en acudir a tertulias televisivas y hacerse escuchar en las radios, aunque trate los temas más espurios.


La novela de Martín Gaite no es una obra maestra. Bastan las dos primeras páginas para saberlo. El método descrito anteriormente funciona con esta obra. El primer capítulo comete el error fatal de querer ser lírico sin vocación, o quizás sin inspiración. Martín Gaite creía en la literatura como conversación y la escritora se traiciona a sí misma tratando de hacer verosímil la caída de la personaje en el sueño acudiendo a un imaginario onírico forzado y, además, bastante irrelevante para el resto de la novela: mal comienzo. Pero demos un ejemplo:


“si cierro los ojos –y acabo cerrándolos como último y rutinario recurso–, me visita una antigua aparición inalterable: un desfile de estrellas con cara de payaso que ascienden a tumbos de globo escapado y se ríen con mueca fija, en zigzag, una detrás de otra, como volutas de humo que se hace progresivamente más espeso” (19)


A esta altura del libro –línea 10 de la primera página–, no pude darme cuenta de un logro no literario del libro (sus efectos somníferos) porque estaba precisamente haciendo lo que la personaje no lograba: roncar: a tumba abierta. La redundancia (“antigua aparición inalterable”), el disparate (¿desfile de estrellas? ¿con cara de payaso? pffff), la falta de fluidez, la vuelta de nuevo otra vez repetidamente recuperando una tras otra redundancia, etc, etc, etc, son algunas de las que podríamos denominar “atécnicas” que propician semejante sopor, y que hacen trizas la novela desde el mismo momento de su gestación. Como decía una novia que tuve de adolescente, la parieron a pedos.


A pesar del pecado mortal, puedo decir que considero la novela de Gaite digna de ser designada con la distinción del apelativo literatura. La salva su género.


No me refiero a que la salve el hecho de ser la escritora mujer, no. Me refiero al género literario: la novela. En virtud de sus defectos, la novela causa cierta compasión por parte del crítico, ya que permite la extensión y la libertad. Son características de género, un género imperfecto, pero no obstante género que se define prácticamente en mor de su imperfección. Como novela, El cuarto de atrás se salva de la quema.


Primero, atendamos a la extensión. Borges se refería a la novela de esta manera: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos” (Ficciones, Prólogo 12). Asimismo, Ambrose Bierce se refería en su Diccionario del diablo a la novela como un cuento inflado cuya extensión va borrando progresivamente las páginas leídas de la memoria del lector impidiendo una impresión de conjunto. Este es, precisamente, el defecto que en la novela de Mantín Gaite se convierte en virtud. La extensión del relato nos permite olvidar –una vez despertamos de la siesta inducida– el farragoso cenagal del primer capítulo.


En cierto modo la lectura de una novela es un acto de fe. Hay que creer en ella. En función del nivel de obstinación del creyente, podemos continuar creyendo a lo largo de más o menos páginas. El fundamentalista es capaz de devorar penosamente hasta cuatrocientas páginas soporíferas y seguir creyendo en el milagro. Y éste, cuando llega, si llega, puede resarcirnos de la pena o decepcionarnos de por vida.


Yo me sentí suficientemente gratificado en la página 43. A partir de ahí, la cosa va prometiendo gradualmente, de menos a más, pero trufada, no obstante, de impertinentes interrupciones. La aparición –lenta, dilatada por un tedioso intercambio de nada pero al fin y al cabo y a la postre la aparición del hombre del sombrero negro que quiere ser misteriosa y no lo consigue, y ya sabemos que es un sueño, no hace falta que disimules, Carmen, hubieras logrado el mismo efecto colocándole al personaje una pegatina en la espalda que dijera: “soy el hombre del sombrero negro, ella parece no conocerme pero todo es normal porque todo dios sabe que es un sueño, para más información, sea fan de Poe”. Al final, como digo, la aparición. Y con ella, la acción de nuestras plegarias.


La novela es una conversación que a veces aburre por los titubeos y dislates explícitos en diálogo que bien podría haber eludido a través de la narradora. Lo que antes era aturdimiento se torna ahora ansiedad, porque la autora entra, nos convence, nos engancha, y automáticamente, cuando ya pensamos que la maquinaria está puesta en marcha, interrumpe, se desvía, desespera. Un pequeño logro de la novela, no obstante, es su juego metaliterario posmoderno. Aunque abusa de él, y se excede a la hora de querer escribir una novela que sea:


a. Autobiográfica

b. Rosa

c. Fantástica
d. Histórica (de Franquismo y Posguerra)

e. Novela de formación
f. Feminista

g. Novela de escritor
h. Ensayo

i. Más posmoderna que el papa de la posmodernidad tratando de soslayo incluir hasta la movida madrileña.


Sin embargo, y con todo, y a pesar de que podríamos rebautizar a los cerros de Úbeda como “las páginas 125 a 148 de la novela El cuarto de atrás, de Carmen Martín Gaite en su edición de Siruela, 2009, en las cuales nos contamina la escritora de una nausea de conversación telefónica eterna, injustificable y absurda cuya función en la historia podría haberse conseguido en una sola frase”, a pesar de esto, digo —y con ello se comprobará mi benevolencia como crítico—, la novela puedo seguir considerándola literatura. “Pero, ¡¡por qué!!?”, se preguntará el lector.

Bueno. Porque tiene un buen final. Porque aunque sabes que toda la novela es un sueño, y a pesar de acudir al recurrente tópico de “cuando despertó el dinosaurio seguía allí”, lo hace bien. Casi diría con maestría. Porque Martín Gaite salva la novela, que casi ya hemos olvidado, al final; y lo hace de manera que produce maravilla como los grandes cuentos de la literatura fantástica. Porque la escritora quería escribir una novela fantástica y, simplemente, lo ha conseguido. Quizás, también, porque ya no esperábamos nada de la obra y de pronto nos vemos devorando las últimas páginas con asombro, con estupefacción. Porque sabemos perfectamente lo que va a ocurrir pero la autora nos lo cuela por la espalda, por el cuarto de atrás. Toda la imaginería del tedio aparece de pronto con aura: el chal sobre el sillón, los papeles con la novela escrita bajo el pisapapales de la catedral, el termo con los dos vasos, la ilustración de Lutero, la cajita dorada… todo, de pronto, es mágico –y es bello—al despertar de la pesadilla. Porque cerramos el libro atontados, vencidos por un rival que considerábamos débil, con la típica derrota del campeón confiado. Porque es literatura.


PS: Bueno. Siento destrozar un final bonito pero he de añadir que el efecto de lo fantástico se lo carga imperceptiblemente al fechar la obra al final (“Madrid, noviembre de 1975-abril de 1978”). La autora no puede evitar su prurito de historiadora.

3 comentarios:

Javier Herrera dijo...

Muy bien, Dani. Lo primero, magníficamente escrito. Aunque no conozco la novela se nota que la has leído y que has dado con el espíritu de Martín Gaite (mujer por cierto del otro gran monstruo para mí de la novelística y el pensamiento español contemporáneo como es Rafael Sánchez Ferlosio) que bascula entre la realidad y la fantasía como esos cuadros tan hiperrealistas de la primera época de Antonio López en los que casi se puede oler el olor a alcanfor...Por otro lado, siempre estaré de acuerdo con ese aserto de Borges y, sobre todo, creo que lo insinúas, con esa concepción de la novela como mujer pues creo que sin la mujer no existiría la novela (tema profundo donde los haya y que se presta a no pocas reflexiones), por eso Martin Gaite, "Carmiña" para los amigos (yo la veía frecuentemente cuando cogia el 26 pues vivía cerca de Manuel Becerra con ese sombrero de bohemia parisién y fumando como un carretero), se nos cuela de rondón y nos lleva a su huerto -o a su cuarto oscuro- como cualquier mujer atractiva pues en cada mujer ¿no crees? hay en secreto una novela que es preciso desvelar. Muy interesante también la distinción entre novela y literatura (tema a debatir) pues casi ninguna novela en mi opinión lo es salvo que (Garcia Marquez dixit) sea pura expresión poética. Enfín, muy bien estas críticas que yo llamaría "despiadadas" y que reflejan tu amor y tu acto de fe por la lectura, una actividad y una actitud regeneradora e igualmente creativa a través de la cual podemos ejercer una estética de la resistencia que siempre será incómoda con el poder. Pero esto, como decía el barman de "Irma la dulce", es otra historia...

monikita nipone dijo...

No puedo, lo confieso, leer una novela entera. Desde hace 10 años, novela que sale, novela que hojeo, novela que vuelvo a depositar, con sumo cuidadín y sospecha, en su bonita, reluciente y maderada estantería comercial...Género novelesco. Literatura. Etiquetas interesantes y papelitos amarillos que nos pasamos de generación en generación para "controlar" el lenguaje, lo que somos. Mmmmm...Te dejo esto como regalo, aunque seguro que ya lo sabes y conoces: Gonzalo Navajas, "Cómo leer una novela hoy?". Saludos, buena crítica (bien fundada y acorde con lo que la autora solía hacer), pero no, no creo que sucumba a esta novela. Por cierto. Cuidado con los estudios. Dicen que el doctorado tiene efectos secundarios. Uno empieza y acto seguido empieza a destripar(se), con la consiguiente deformación profesional de analizarlo todo hasta no poder disfrutar de cualquier historia (literaria o no), como el común de los mortales...

"El Dandy" dijo...

Gran comentario me hace evocar al mejor cuentista de mi país que es Ribeyro y su "Tentación del Fracaso" que siempre escribio relatos cortos, solamente existe una o dos que son novelas, pero siempre narraciones escuetas, a diferencia de Vargas LLosa. El último libro grande que leí fue el de Bryce"La vida exagerada de Martin de Romaña"siempre escribe libros gordos, en fin yo no le tengo miedo a leer libros grandes aunque pase el tiempo.